jueves, 13 de diciembre de 2007

Secreto

Cuando exhaló la bocanada de aire, tenía los ojos acuosos. Esperaba ese secreto estridente que le iba a ser entregado. Por eso, sudaba y exhalaba como ritual de suerte. Pensó que el ser humano se vería ridículo invocando a la fortuna, pero luego especuló que no temía a la risa, al espanto ajeno. Después de todo, las sensaciones serían fatuas y breves, como cualquier sensación. La mordida de una sierpe, la inyección en la vena corrupta, el amor, la muerte. A través de la jaula que descansaba junto a él, vio algo atrapado. Sentía su ulular callado. Las verticales no le dejaban observar con firmeza. Traspasó con sus dedos el metal herrumbrado, pero lo otro se alejaba. No sabía cuál era la dimensión exacta de aquella jaula, pero le pareció laberíntica. Trató de mirar nuevamente, pero los barrotes se engrosaron. Finalmente, dejó a eso que latía en su celda. Evidentemente, no quería ser liberado.
Cuando retiró la mano, comprobó que su piel estaba atravesada por tenues cortes de sangre determinados por las barras de la jaula. No se inquietó por ese humor verde que se mezclaba con el rojo.
Ahora que esperaba al secreto, la mano comenzó a inflamarse. El ardor era irritante y sus nervios palpitaban incesantemente. No podía mitigar esa dolencia que envolvía su mano y se extendía paso a paso a todo su brazo. No quería desistir. Debía esperar, esperar aquel secreto que había ansiado por años. Que se lo trajeran, se lo depositaran como algo vivo entre sus brazos. Pero ahora, dolían, quemaban, trepidaban.
Poco a poco, la sensación de asfixia y ardor se trasladó a sus dos brazos; los surcos de la piel se dilataban a pasos agigantados. Sus fuertes brazos, que aguardaban aquel precioso arcano, se cubrían de llagas y laceraciones. Pronto, comenzaron a podrirse. La carne se chamuscaba fruto de un fuego oculto. A menudo, se lamentaba por haber metido sus manos en la jaula. Un intento fallido e inocuo; inícuo, quizás, ahora. Entre las lágrimas que traslucían sus ojos, observaba a la carne morir, abatirse, doblarse como viejos papeles. Corrió hacia un espejo. Su torso carecía de brazos. Se desplomaban los últimos jirones de músculos. Gritó. En ese momento, oyó la señal. El mensajero se situó frente a él. Extendió sus brazos que contenían aquel montículo tan preciado. Abatido, con su carne hecha trizas, intentó asirlo. Imploró ayuda a aquel enviado. Mudo, el mensajero dejó caer aquel montón que se desintegró sobre el suelo.