"El ojo que ves, no es ojo porque tu lo veas. Es ojo porque te ve." (Machado)
El diario del anochecer en mis rodillas señalaba con un dedo de agua hacia allá. A la pared, en ese agujero que hacía siglos se había formado por la carcoma del aire. No sé si impelido por un mecanismo o bonificado por mi vanagloria, me levanté. Tenía un dolor inmenso en la rótula. Ese guijarro redondo que molestaba desde que era un párvulo, una bestia de gritos que chapaleaba. Ese que siempre dolía con los malos tiempos ahí, en ese campo que ahora no veré. En ese puente formado por maderas de muelle roto. Pero es otro cuento. Dije que me levanté impelido. Sí, e iba con un sopor colosal a la rendija del muro. Pero estaba tan oscura y revelaba tan terrible carácter que me desvirgué de miedo. Nadie miró al entrecejo al peligro como yo. Lo reté en las ciénagas, y en pleno vendaval. Le escupí bien certero. Pero es otro cuento.
Avancé mucho, sin quererlo. Inconscientemente, me asomé a esa hendidura podrida. Pero exudaba daño, y una sensación mortecina, o quizás, algo más allá de toda explicación sensorial, no sabría decirlo. No pude ver nada, cerré más el par del ojo. Grande fue mi asombro cuando del otro lado me hallé con una pupila que también expectaba temblorosa. De un tono ocre, casi gemela, parpadeaba atenazada por el viento del otro lado. Saqué de inmediato el ojo. Esa noche ya no dormí. Sentía que, muy cerca, alguien me estaba espiando todo el tiempo. Algo o alguien de pupilas de vidrio había contemplado quizá por lustros cómo me desenvolvía en esa habitación. Cómo comía, dormía y repasaba mis cuitas. Estaba encerrado, pensé. Privado.
Aunque, medité luego, yo también podía oficiar de carcelero ya que detrás de esa pared hinchada estaba la otra pupila legañosa, estaba el otro. Entonces decidí instalar mi sillita cerca de la estructura y mirar a toda hora. Descubrir a mi invasor e intimidarlo. Quién me viera aullar de ansiedad, yo, que antes era un autista del vértigo. Estaba viejo, pero ocuparía todo el resto de la vida que me permitieran a sacudir la impunidad de ese vigía. Quién sabe cuánto tiempo llevaría mirándome. Quizás muchas décadas. Y la sensación de que jamás hubiera habido un resquicio de soledad me irritaba. Cómo se atrevía a usurpar el aura del silencio, mi propio adolecer. Día y noche trataría, con recelo, de observar. Pero la endemoniada figura de su pupila siempre me frenaba el paso. Siempre el mismo ojo acuoso, malhadado y terco estaba ocupando la totalidad de la hendija. Me pregunté si jamás dormía, si nunca probaba bocado o sufría el efecto del cansancio. Porque en mi obstinación había dejado de hacer todo aquello que atañe a las necesidades básicas. Las noches me alcanzaban con los párpados enrojecidos en la misma cavidad. Los músculos atenazados por la quietud. Mi fe era espantosa.
Jamás me movería de allí en pos de amenazarlo. Continuaría estatuariamente hasta donde la fuerza brincara. Así estuve. Dejé de computar el tiempo. El cálculo se hizo borroso, todo se diluyó para mí, hasta mi vida. Con el discurrir, la presunta persecución me absorbió hasta convertirse en costumbre. Mi enemigo es atroz, invulnerable. El paso de los meses, y el desmejoramiento de mi estado, me revelan que no se dejar abatir; que esa pupila, como un impío vigilante, continúa a toda hora, minuto, segundo, en la hendija. Yo no me voy a rendir hasta que la inanición o el descuido me consuman. Hasta que la intimidación la despedace. Ella, quizás, guarda los mismos proyectos. Pero ese es otro cuento.